Abogado de oficio: un día de guardia

5/9/14


Por Eduardo Gómez Cuadrado.


Abogados de oficio
El trabajo del abogado de oficio siempre ha sido más criticado que conocido. La crítica a tan fundamental función de la abogacía ha venido casi siempre alimentada por las películas yankis y muy especialmente por “los Simpson”, que suelen pintar al abogado de oficio como un profesional desaliñado, novato y por lo general incompetente como consecuencia de su alcoholismo galopante.

Sin embargo en España (no se en EE.UU.) la figura del abogado de oficio no puedes estar más alejada de ese cliché. Aquí la entrada en el turno de oficio, por parte de los abogados es absolutamente voluntaria, y exige en todo caso un mínimo de 3 años de colegiación y haber realizado los cursos de formación correspondientes. Ello supone que por lo general, el abogado de oficio suele ser un profesional con muchas “horas de vuelo” en los pasillos de los juzgados y que además ha elegido estar ahí porque quiere, por lo que nada impide que muchos abogados de “reconocido prestigio“ (sea lo que sea lo que se quiera entender por “prestigio”) participen también en el “turno de oficio”, como además así de hecho ocurre.

Yo estoy adscrito al turno del Colegio de Abogados de Madrid desde hace 5 años, y durante ese tiempo he realizado unas cuantas guardias. Dichas guardias abarcan desde las 22 horas de un día hasta las 22 horas del día siguiente. Durante ese periodo tienes que estar disponible para lo que te llamen, aunque los más “entretenido” (entiéndase) suelen ser las asistencias a detenidos en comisaría. Este es relato breve de una de esas guardias.

A las 22, hora zulú, entré de guardia en el turno de asistencia letrada al detenido. Esa guardia, como casi todas las que caían en viernes, prometía ser “movidita”. No me equivoqué demasiado. Apenas dos horas después de comenzar me llaman para ir a la comisaría de San Blas. Al parecer hay un detenido por un “presunto” hurto. Salgo de casa y en menos de 40 minutos me presento en la comisaría. “Está un poco colocado” me dice el policía que iba a tomarle declaración mientras esperábamos que lo subieran de calabozos. En cuanto llegó el detenido me di cuenta de que lo de “un poco” era un mero eufemismo, dado que el chico de unos 25 años que sentaron a mi lado ciertamente estaba solo en cuerpo, porque lo que es su mente estaba lejos, muy lejos de la comisaría. Le pregunté que si necesitaba ir al hospital, y me balbució un no, nada creíble. Estaba lleno de magulladuras y golpes, con unos ojos entreabiertos que tornaba en blanco de vez en cuando y apenas podía articular palabra, tan es así que no fue posible tomarle declaración y fue incapaz de firmar cualquier tipo documento. Solo quería que le devolvieran a la celda. No obstante solicité hablar con él en privado, a lo que la policía accedió como no podía ser de otra manera. Nos sentamos frente a frente y le pregunté si había tomado drogas, lo cual era sin duda una pregunta retorica. Me contestó que si, que lexatines, transilium, tranquimacines, cocaína, heroína y alcohol. “¿Eso solo hoy?”, le pregunté sorprendido. “Si”, contestó mientras se iba cayendo poco a poco hacía adelante, hasta el punto de juntar la cabeza con las rodillas. “¿Por qué me han detenido?” – me acertó a preguntar -. “Dicen que has robado unas cosas en un supermercado y te has pegado con el segurata” –. “No me acuerdo”, contestó mientras se levantaba y salía al pasillo tambaleándose y gritando que le bajaran otra vez a la celda. Así lo hicieron. El chico pasó al día siguiente a disposición judicial y por increíble (o todo lo contrario) que parezca para entonces no se le había pasado el “colocón” lo más mínimo, así que declaró ante la jueza de guardia medio derrumbándose de la silla. Dijo no recordar nada de lo del supermercado. Fue puesto en libertad , y meses mas tarde se celebró el juicio por unas faltas de hurto y de lesiones al vigilante. Conseguí que le absolvieran de lo del hurto, pero no de lo de las lesiones.

Apenas dos horas después de abandonar la comisaría de San Blas, recibo una nueva llamada para que acuda a la comisaría de Centro. Al parecer un grupo de chavales había intentado robar en un Kebbab de Lavapiés a punta de pistola. Había dos detenidos. Mi defendido se acogió a su derecho a declarar solo ante la autoridad judicial. Cuando nos dejaron entrevistarnos reservadamente, me aseguró que él no tenía nada que ver con lo del atraco, y que solo estaba en la puerta del kebab esperando a sus amigos que habían entrado a comprar algo para cenar. Que no tenía ni idea de lo que ocurrió dentro y que ni mucho menos sabe nada de una pistola. A la mañana siguiente declaró ante el juez eso exactamente. La fiscal solicitó su ingreso en prisión provisional, a lo cual yo me opuse enérgicamente sin ningún éxito puesto que su señoría decretó poco después su ingreso en el modulo de preventivos de la cárcel de Soto del Real. Estamos a la espera de juicio.

Tras salir de la comisaría de Leganitos regresé a casa, comí algo y me acosté. Me dejaron dormir unas horas hasta que a las 11 de la mañana volvían a requerir me presencia, esta vez en la comisaría de Usera.

El detenido en este caso era un entrañable señor de 65 años, de origen argentino y en situación irregular en España. Sus gafas de cristales redondos sobre montura negra le daban un aire de venerable profesor. Pese a su traje sucio y arrugado y su barba poblada y algo descuidada, su impecable corrección al hablar y sus educadas formas en el trato, mantenía en él unos trazos de elegancia aristocrática que sin duda evocaban mejores tiempos de los que ahora parecían acompañarle.

Me contó que había estudiado ingeniería allá en Argentina, pero llevaba en España más de 30 años, de los cuales los 10 últimos sin permiso de trabajo puesto que no había podido renovarlo por “problemas con la Seguridad Social”. Residía en un pequeño municipio cercano a Madrid donde sobrevivía modestamente dando clases de matemáticas y de física a los niños del pueblo.

Estaba detenido por falsificación de documentos. Igual que en anteriores ocasiones, y a recomendación mía, se acogió a su derecho a declarar solo ante el juez. Luego nos reunimos en privado y me contó lo que había pasado. Esa noche durmió en la comisaría.

Al día siguiente lo llevaron al juzgado. Cuando lo pusieron ante el juez, este, sin levantar la vista del expediente que tenía delante, le preguntó directamente: “¿es cierto, según pone aquí, que ha modificado los datos de su pasaporte?”. – “Si señor” – le respondió el detenido con la voz medio quebrada. – “¿Por qué lo ha hecho?”, inquirió el adusto juez. – “Por amor, señoría” – contesto el viejo profesor, casi rompiendo a llorar. En ese momento el juez levantó la vista de los papeles y con un gesto de curiosidad preguntó: “Y ¿Se puede saber cómo se falsifica por amor?”. En ese punto, el viejo profesor rompió a llorar mientras explicaba como “a su edad uno parecía volverse invisible para las mujeres”, relató la soledad que soportaba desde hace años en su pequeño pueblo, donde vivía sin más compañía que algunos gatos que iban y venían de vez en cuando por el corral de la casa. Contó como un día por casualidad conoció a una señora francesa que pareció interesarse por él y con la que mantuvo una breve pero intensa relación. Contó también que “la francesa” era 10 años menor que él, por lo que consideró oportuno modificar, a boli y de manera bastante burda, el 3 que constaba en el año de la fecha de nacimiento de su pasaporte por un 8, a fin de que ella no acusara demasiado la diferencia de edad. Con un “entiéndalo señoría, tenía miedo de perderla”, finalizó su relato. Tanto la fiscal allí presente, como el propio juez siguieron toda la historia con gestos que por momentos oscilaban entre la incredulidad y la comprensión. Comprensión que poco a poco fue tornándose empatía. – “¿Dónde hizo esa modificación del año de nacimiento?”, preguntó el juez. – “En mi casa. En el pueblo” – contestó. Esa era la respuesta que necesitaba el juez para no seguir con el enjuiciamiento de ese señor, cuya historia a todos en la sala nos había parecido de lo más entrañable. El juez se declaró incompetente para seguir con la investigación del tema puesto que el pueblo en el que residía el hombre pertenecía a otro partido judicial, así que se quitó de encima el caso de un hombre al que, tras escuchar su historia, no tenía ninguna gana de procesar.

Horas más tarde, acudía a la sede general de los juzgados de Madrid. Esta vez se trataba de asistir a la declaración de una persona que se encontraba en la cárcel de Valdemoro. Llevaba allí un año cumpliendo condena por robo con violencia, pero esta vez le traían ante el juez por otra causa.

Cuando llegué al juzgado pedí los autos, y antes de bajar hablar con el preso a los tercermundistas calabazos de los juzgados de Plaza Castilla, ojeé a matacaballo el voluminoso expediente que me entregaron. – “Te acusan de haber robado en más de 8 establecimiento distintos, entre Madrid, Móstoles y Fuenlabrada, de un par de años para acá”– le dije al chico de unos 25 años que estaba al otro lado de la sucia mampara de los locutorios. – “Dicen que hay grabaciones de las cámaras de seguridad y que han tomado huellas. La Guardia Civil también dice que en unos días remitirá todas esas pruebas al juzgado” – El chico me miró ojiplático al tiempo que gritaba indignado – “¡8 tiendas! ¡Eso es mentira!. Reconozco que lo de Fuenla es verdad, pero las otras ni de coña. Es la puta policía que me quiere encalomar los otros robos y así se quita de encima 8 atracos de golpe. ¡Qué hijos de puta!.”-

Le recomendé que de momento se acogiera a su derecho a no declarar y que no reconociera ni lo de Fuenla, ni nada de nada. Y fue lo que hizo. Después lo devolvieron a prisión a seguir cumpliendo su condena.

Tres semanas más tarde me notificaron que el juez había archivado el caso por falta de pruebas. Al parecer en las grabaciones de las cámaras de seguridad que la Guardia Civil remitió al juzgado, no se veía la cara de la persona que aparecía en ellas; y las muestras de huellas dactilares que se habían sacado en todos los establecimietos eran parciales y no se podía determinar con certeza a quien pertenecían.

En las horas siguientes, hice un par más de asistencia en comisaría. En ambos casos por temas de personas que conducía borrachas. Una de ellas dio 1,18 miligramos de alcohol en aire expirado y la otra 0,73, y a pesar de ello ambas no hacían más que preguntar en comisaría que “si iban a poder volver a casa en su coche”. El descojo de los policías fue monumental claro. La resaca sin duda también lo sería.

Así, 24 horas después de haber empezado, acabó la guardia. Una de tantas. Todas distintas. Siempre agotadoras física y mentalmente. Siempre imprescindibles para un estado que se pretenda democrático. Y creedme si os digo, que a pesar de lo que salga en Los Simpsons, no me tomé ni una triste caña… no me dio tiempo.


Publicado o 01/09/2014 en http://redjuridica.wordpress.com

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