La identidad en un sumario

1/10/14


Por Miguel Olarte.


Miguel Olarte
EL DUEÑO DE una discoteca acude al despacho de un por aquel entonces delegado de la Xunta. Lleva años sufriendo el chantaje y las represalias de una mafia policial más preocupada por si los manteros les pegan el ébola que por hacer cumplir la ley. Peor, una Policía por encima de la ley. Su local se ha convertido en el objetivo principal desde que se negó a comprarle las bebidas a uno de los entonces jefes policiales. Antes había intentado buscar el amparo de las autoridades locales, sin que nadie moviera un dedo.

Se va confiado en las buenas palabras del delegado gubernamental. Pero la presión de la mara uniformada no solo no se relaja, sino que se recrudece. Luego cae en la cuenta: escuchando sus denuncias, como secretaria del delegado, estaba la esposa del máximo jefe policial en ese momento.

No es Palermo, es Lugo. El sumario de la operación Pokemon está plagado de declaraciones como esta, de alcaldes y concejales de cortijo, de funcionarios de bolsillos sin fondo, de empresarios de billetera fácil, de enchufados de postín, de recolectores de migajas, de militantes de oír, ver y callar.

Dejo de leer, por ver si controlo las arcadas, los folios con las declaraciones sonrojantes, con las transcripciones de conversaciones impúdicas, con los vergonzantes e-mails, con la convicción de que en este sistema moribundo no se mueve un céntimo público que no lleve acuñado el nombre de su propietario privado.

Torpe, busco algo de oxígeno en otras noticias del día. Jordi Pujol exhibe su chulería de matón con gemelos de oro ante el Parlamento catalán que él mismo ha criado de sus maternales pechos. «Cuidado, que si cortas la rama también puede caer el árbol», amenaza en una descarada llamada a la omertà que todos los presentes, supuestos representantes del pueblo, entienden enseguida.

Y sigue, seguro de sí mismo, soberbio, desafiante, chusco, arengando a los que sabe sus iguales, abroncándolos desde el paternalismo. «Tener dinero en el extranjero», les explica con la paciencia de un torturador de manos lentas, «puede criticarse, pero no es ilícito», como si se encontrase en esa situación por el simple hecho de tener dinero en el extranjero, no por las sospechas de cómo lo acumuló allí o por las evidencias de que delinquió al no declararlo. Como si la tara ética, la inmundicia moral, no fuera motivo más que suficiente para el reproche público, el aislamiento social o la dimisión inmediata.

No lo sé, pero no me extrañaría que la secretaria que le pasó a limpio las notas fuera la esposa de alguien que relajó la vigilancia sobre él. Porque estas cosas, este tipo de explicaciones, estas ramas frondosas de árboles podridos son el día a día de nuestros parlamentos, de nuestros ayuntamientos, de nuestros gobiernos. De nuestro sistema.

Al día siguiente, ayer mismo, Mas firma el decreto de convocatoria de una consulta y se supone, según grita el resto, que debo tomármelo como el mayor desafío a mi soberanía, la más intolerable de las ofensas a mi condición de ciudadano. «Lo que pretende», escucho, «es robarnos a todos los españoles el derecho a decidir». Y a mí todo me suena a ruido y fuegos de artificio, lo de Mas y lo de los demás, a escopetas trucadas en la feria de la política.

Será que soy un inconsciente sin sentido común ni de lo común, pero que los ciudadanos sean convocados a dar su opinión en una democracia no conmueve ni mucho ni poco mi indignación. Lo que me revienta de verdad es comprobar cómo los representantes de los ciudadanos pervierten el sentido de esos votos con el descaro más insultante.

Cada camión de asfalto contratado y no extendido en una carretera, cada comisión pagada a un funcionario o un político, cada puesto de trabajo ocupado por un enchufado, cada contrata pública ganada por la peor oferta, cada euro robado para mantener banderas y partidos, es una afrenta a nuestra soberanía como ciudadanos mucho más grave que cualquier referéndum.

El día en que por fin dejemos de descubrir nuestra identidad más íntima como sociedad en los folios de un apestoso sumario judicial, seguramente habremos dado un paso definitivo para construir un país del que ninguno nos avergoncemos y en el que todos estemos cómodos. Uno en el que robar sea un delito más grave que votar.

(Publicado en la edición impresa el 28 de septiembre de 2014)


Publicado o 30/09/2014 en http://elprogreso.galiciae.com

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