La insoportable bipolaridad de la Justicia

28/12/14


Por Luis Fernando Rodríguez Guerrero.


La juez de Instrucción 1 de Lugo, Pilar de Lara, atraviesa una mala racha en la instrucción del proceso derivado de la ‘operación Pokémon’, una investigación de Vigilancia Aduanera que sacó a la luz una presunta trama de corrupción que afecta a varios ayuntamientos gallegos, en su mayoría en manos del Partido Popular. Hace unas semanas se vio obligada a desimputar al alcalde de Ferrol, José Manuel Rey Varela, a quien durante cinco meses mantuvo en el proceso imputado de un delito de cohecho.

Cinco meses pese a que la juez tuvo sobre su mesa muy pronto la declaración del propio alcalde, que negó ser uno de los interlocutores de la conversación pinchada por Vigilancia Aduanera en la que se gestó el presunto cohecho. Y no sólo eso, otro militante del PP, José Manuel Vilaboy Lois, reconoció ser quien en esa cinta negociaba con el representante de una empresa privada el sucio pago.

Pese a ello, la juez mantuvo la imputación de Rey Varela hasta que una pericial realizada por el servicio de Criminalística de la Policía certificó que el primer edil ferrolano no intervino en la conversación. Sólo entonces De Lara decretó en lo que a él respecta el sobreseimiento libre de la causa. Eso sí, al alcalde de Ferrol ya nadie le quita los cinco meses de presunta culpabilidad ante la opinión pública.

No ha sido el último contratiempo. Hace escasos días, la juez De Lara se vio reprendida con severidad por el magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Galicia Pablo Saavedra, que instruye desde el 19 de septiembre la pieza separada de la ‘operación Pokémon’ que afecta a la diputada autonómica y ex portavoz del PP gallego Paula Prado, imputada por supuesto fraude y tráfico de influencias. Para su sorpresa, la instructora lucense le envió diversa documentación incriminatoria sobre la aforada semanas después de haber perdido la competencia para adoptar decisión alguna en lo que a la parlamentaria se refiere. Por eso le devolvió el envío, con un mensajito añadido: “debiendo acordar ese Juzgado el cese de cualquier investigación o instrucción al respecto”.

La pulsión de la juez De Lara por no perder del todo el control de la investigación en lo que a un aforado se refiere no es un caso particular. A la Audiencia Provincial de Sevilla y a la Fiscalía Anticorrupción también le costó un año conseguir que la juez de Instrucción 4 de la capital, Mercedes Alaya, remitiese al Tribunal Supremo todo lo referido a la posible vinculación de aforados con el ‘caso de los ERE’.

Cuando al final lo hizo, acompañó su exposición motivada de un amplio argumentario sobre la conveniencia de no desmembrar el sumario para asegurar una investigación global sobre una trama de corruptelas que ella también considera global. El Supremo ha hecho oídos sordos a todos y cada uno de sus argumentos. Por cierto, la juez Alaya mantiene imputados en el ‘caso de los ERE’ a 229 sospechosos. Más de un centenar de ellos llevan años esperando a ser llamados a declarar ante la juez, porque éste es el primer trámite para un correcto ejercicio del derecho de defensa.

Que investigue el fiscal


¿Impericia judicial? Puede ser, pero no sólo. Tanto la juez De Lara como su compañera Alaya y cualquier juez de instrucción son culpables de sus propios errores, pero también víctimas de un modelo de justicia penal que fomenta este tipo de situaciones. Son los efectos derivados del síndrome bipolar que aqueja al modelo, en virtud del cual el juez de instrucción es el primer acusador del acusado y a la vez el principal protector de sus derechos.

La instrucción penal en España sigue un sistema inquisitivo (y el nombre es la primera pista de sus carencias) caracterizado por el secreto, en el que el juez es quien busca las pruebas que permitan desvelar el delito cometido y condenar a los culpables. Pero este mismo juez es también el responsable de proteger los derechos procesales de todas las partes personadas en el proceso, también de los sospechosos. Son dos misiones contradictorias que a menudo chocan, y con frecuencia en perjuicio del investigado.

Es inevitable porque en este modelo el juez instructor, el fiscal y el resto de las acusaciones a menudo persiguen el mismo o muy similar objetivo, lo que deja al acusado en una situación de inferioridad que a menudo se traduce en un grave obstáculo a la defensa de sus derechos. La misión del juez es conseguir las pruebas que el fiscal y las acusaciones utilizarán en la vista oral contra el acusado, pero a la vez la ley le responsabiliza de proteger los derechos de este último, y a menudo se convierte en una misión casi imposible.

Lo ocurrido al alcalde de Ferrol o a muchísimos imputados en el ‘caso de los ERE’ es grave, pero más lo es que la misma situación la padezcan miles de ciudadanos anónimos sujetos a causas que no despiertan interés mediático, por lo que carecen de público ante el que rasgarse las vestiduras.

Ante este estado de cosas, gana cada día más adeptos el sistema acusatorio, que es el que rige en el orbe anglosajón y en numerosos países de nuestro entorno europeo. En resumen, en este modelo quien investiga es el fiscal bajo el control de un juez de garantías que no instruye, sino que se limita a verificar que todo lo aportado al sumario es lícito y válido para ser utilizado ante el tribunal encargado de juzgar y dictar sentencia.

La mayoría de la judicatura recela de este sistema acusatorio, y no seré yo quien sugiera que lo hace por el temor a perder el enorme poder que otorga la instrucción de un proceso penal. Los jueces aducen argumentos jurídicos de peso en defensa de su condición de instructores. Uno de los más recurridos es la desconfianza que genera un Ministerio Fiscal que constitucionalmente depende del Gobierno.

Esto último es cierto, y es un argumento de peso para defender… una reforma integral del Ministerio Fiscal, no para frenar la implantación del sistema acusatorio de justicia penal. En el modelo de investigación judicial de los delitos, lo que falla es el modelo, y difícil arreglo tiene. En el modelo de investigación por el fiscal, lo que falla es la configuración del Ministerio Público, pero eso es algo que puede solucionarse mediante las oportunas reformas legales.

Por supuesto que es necesario revisar los mecanismos que aseguran la imparcialidad del fiscal y su sujeción al principio de legalidad; también es imprescindible redefinir su estatuto profesional, reforzar los mecanismos que hacen transparente su funcionamiento, modular el principio de oportunidad, precisar su responsabilidad ante supuestos de mala praxis y regular la presencia en el proceso de las acusaciones particulares y populares para evitar que el abstencionismo del Ministerio Público en determinados supuestos genere burbujas de impunidad.

En definitiva, hace falta otro fiscal, pero eso sigue sin ser argumento suficiente para frenar la implantación de un sistema acusatorio que recolocaría al juez en una situación de imparcialidad en todo el proceso y potenciaría la igualdad de armas entre las partes personadas, lo que impediría disfunciones que afectan a derechos fundamentales de quienes se ven señalados por el dedo acusador de la Justicia.


Publicado o 22/12/2014 en http://vistapublica.org

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