Caranchoa

21/12/16


Por Miguel Olarte.


Miguel Olarte
UNA DE las muchas ventajas de las redes sociales es que son muy espaciosas, con capacidad para dar cobijo a un montón de tontos, lo que es de gran alivio para el mundo real. Porque en este país, en el analógico, no cabemos ni uno más, y la población de tontos es la única que mantiene un crecimiento sostenido, incluso pertinaz.

Son unos momentos que no son fáciles para nadie, tampoco para los nuevos tontos que se van incorporando, que además, según nos dicen, son los tontos mejor preparados de la historia. Pero en esto pasa como en todo, que el mercado laboral ya lo tenemos saturado los tontos de antes, los más afortunados incluso con contratos indefinidos, por lo que el mundo virtual es una salida bastante lógica. Los nuevos tontos emigran a otra dimensión, como otros jóvenes emigran a otros países.

Las posibilidades que abren en este campo las redes sociales son inabarcables. Por ejemplo, nos han permitido pasarnos una semana debatiendo sobre si un youtuber, una nueva categoría social en la que la estupidez parece cotizar a precio de máster, iba bien servido con el bofetón a mano abierta que le arreó un mensajero al que intentó vacilar llamándole «caranchoa», o si hubiera merecido al menos otra del otro lado, para que fuera compensado. Es verdad que también había quienes defendían que la violencia no es justificable en ningún caso, axioma con el que suelo estar de acuerdo salvo excepciones, pero es que esta es una excepción muy bien dada.

Hasta la Real Academia de la Lengua, a través de la Fundéu, ha entrado en el debate para aclarar que como fórmulas para el insulto es mejor «caranchoa» o «caraanchoa» que otras formas como «cara anchoa».

Mientras el país se entretenía en analizar el nivel de inteligencia del youtuber y la depurada técnica del repartidor cabreado a la hora de soltar una hostia de libro, el Gobierno anunciaba en voz bajita, como sin darle importancia, que nos íbamos a comer entre todos un bofetón de 5.600 millones de euros, céntimo arriba, céntimo abajo, con el rescate de las autopistas radiales. Aquella red viaria de altas capacidades que según José María Aznar iban a suponer «un antes y un después en el proceso de modernización y competitividad de España» eran tan necesarias, estaban tan bien diseñadas y su rentabilidad apuntaba tan alto que las grandes constructoras no las quitaron de las manos. A cambio el Gobierno de Aznar solo tuvo que firmar una condición sin mayor importancia: si había beneficios, serían para las constructoras, pero si había pérdidas, serían para la arcas públicas.


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